miércoles, 26 de julio de 2017

Primer capítulo de "Caída".

En esta entrega de la serie El elegido para morir, la historia transcurre en un futuro próximo y es contada a través de uno de los seres que regresan a nuestro mundo, para recuperar lo que una vez fue suyo... Sin saber que, será el lugar en el que sus peores pesadillas se convertirán en realidad.


Ya que estamos de celebración y con motivo de nuestro sorteo, quiero dejaros aquí, tanto el prólogo como el primer capítulo de la historia. ¡Animaos a leerlo y a escribirme vuestros comentarios, para participar en el sorteo del ejemplar firmado!


Prólogo

No comen cuando tienen hambre, no beben cuando tienen sed y no sienten ni el frío, ni el calor. Sus ojos, que son dos puntos brillantes en la noche, no se cierran cuando el viento se embravece. El cansancio no hace mella en sus vigorosos cuerpos de hierro, ni siquiera cuando el barro les dificulta el paso hasta una nueva presa. La lluvia, que oculta el sonido de los pasos del cazador, diluirá entre la tierra los gritos de un incauto senderista.
En la oscuridad no solo hay silencio, también hay seres que ansían el olor de una garganta abierta.





Primera parte:
Sus ojos amarillos.



Capítulo 1
Cuando la noche fue roja.

Siempre son los demás los que mueren. Pero ahora que me ha otorgado el brillo del oro, sé que siempre fui yo su elegida. Fui su luz, su guía y esperanza…  Aunque sé que aquella se consuela sabiendo que, siempre fui la segunda parte de sus noches en vela…
                                                                                                       Fragmento del diario perdido de Hécate.

A
quella noche la luna resplandecía como si llevara apenas unos instantes reflejando la luz. Sentir sus rayos en el rostro, me hizo sonreír. Por primera vez desde hacía tanto tiempo, nos sentíamos libres. Ya no podía recordar cuánto había estado mi cuerpo roto, ansiando recuperar la fuerza necesaria para romper aquellas cadenas que, en ese preciso instante, estarían tintineando alguna siniestra melodía en las sombras.
Corrimos a través de los bosques, saltando sobre las frágiles ramas, que se partían bajo nuestro peso. La suave caricia del aire, removiendo nuestros cabellos dorados, trajo hasta mi pecho una hoja verde, la cual desprendía un hedor que recordábamos muy bien. Formábamos una densa capa amarilla y aunque diluida entre las sombras, daba cobijo a los animales nocturnos, que pese a no habernos visto desde que nos hubieron desterrado, nos reconocían. Con un lejano aullido, comenzó nuestro primer día luchando por la tierra que nos pertenecía.
Unos metros delante de mí, encabezaba la marcha el miembro más fuerte de la comunidad que, por aquel entonces, se trataba de mi padre.  Giré la cabeza y al ver que todos éramos una gigantesca unidad que sentía casi por igual, supe que todos los crímenes que la humanidad nos debía, se pagarían en las noches venideras.
La luz de la noche golpeó de lleno la espalda de mi padre, lo que le dio un aspecto blanquecino, que hacía aún más afilados sus rasgos. La larga melena amarilla le enmarcó el rostro y sus ojos azules brillaron como dos faros en la noche. Salté sobre la rama que había a su lado. Lo que apareció ante nuestros ojos, en aquel claro del bosque, hizo que todo el odio en nuestro interior rezumara con fuerza.

—Padre —le dije. Añadí en un susurro cargado de la más primitiva de las furias—: ¡Humanos!
Él sonrió con los ojos cerrados, lo que pareció apagar parte de la luz que iluminaba la noche. Ya quedaban pocas gotas de agua sobre nuestros cuerpos, estábamos prácticamente secos. Los músculos de mi cuerpo se tensaron al ver a esas criaturas tan cerca. Después de haberlos odiado durante tantísimo tiempo, verlos ahí tendidos, sin siquiera percatarse de nuestra presencia, me hizo preguntar qué clase de criaturas eran sus antepasados, quienes habían logrado derrotarnos; pero, sobre todo, me hizo preguntar qué clase de criaturas éramos nosotros.

—Deja que sea yo quien se acerque primero —le pedí. Anhelando tener el privilegio de ser la primera en derramar su sangre en la dulce tierra.

Él accedió. Después de todo, ser los dos miembros más fuertes de la comunidad nos concedía ciertos privilegios frente a los demás. Me dejé caer sin hacer apenas ruido, la marca de mi aterrizaje quedó grabada en suelo. Caminar como ellos me pareció extraño en un primer momento, casi parecía torpe.
Los humanos del bosque eran un grupo de diez. Cinco de ellos se habían retirado a dormir y los otros continuaban hablando y riendo a la luz de la hoguera. Pronto se terminarían sus risas, pensé. Eran tres mujeres y dos hombres. Todos tenían el pelo negro y la piel bronceada. Me acerqué caminando, lentamente, intentando controlar los movimientos para parecer una humana en apuros. Quería jugar.
Alarmada al verme, una de las mujeres no dudó en acercarse corriendo con una manta para cubrirme el cuerpo. Los otros, paralizados sin saber qué era lo que debían hacer, se pusieron en movimiento cuando vieron a la otra humana preocupada. Intentaban llamar a alguien para que nos ayudase. Escuchaba sus corazones desbocados ante la situación que se les había presentado, tan súbitamente. Ellos creían que tendrían una simple noche de verano y no todo lo que se venía encima. Despertaron a los otros, quienes enseguida se armaron, creyendo que me había atacado algún animal al que podrían dar caza.

Aquella mujer me ofreció agua y comida. La miré con profundidad, intentando vislumbrar algo de valor en su interior; pero lo único que vi fue un vacío, que me devolvió la mirada. Ya no recuerdo su rostro, al igual que el de tantos otros; de todos los que hubo después de que la matara. Todas esas caras tan parecidas a las nuestras se difuminan en mi memoria, ahora después de tanto tiempo.

Ella creía que no entendía su idioma y de verdad se esforzó por comunicarse conmigo. Esa chica permaneció a mi lado, mientras los otros buscaban algo entre sus pertenencias para poner fin a la situación. Observé el frenesí del grupo. Sus numerosas pertenencias desperdigadas a lo largo del lugar que, no hacía mucho, solo albergaba risas; los objetos que utilizaban para dormir; sus armas, cargadas para cargar contra… ¿contra qué? Ni siquiera sabían qué era lo que ocurría. Pero hubo uno de ellos que no se movió; uno que no hizo nada diferente a mirarme con el terror más absoluto pintado en el rostro. Dejó caer un libro al suelo, que rebotó y por pocos centímetros no cayó en el fuego de la hoguera. Sus rodillas impactaron contra el suelo, al tiempo que las lágrimas le salían a borbotones de los ojos. Él se había dado cuenta. ¡Y yo no podía aguardar más! Mi grupo ya rodeaba el campamento. Me pregunté si también los verían de la misma forma que los veía yo. Miré por última vez a la humana y en sus ojos no encontré algo diferente a la mancha de la subraza; la mancha de los traidores, que se atrevieron a desterrarnos de nuestro propio hogar. Le atravesé el pecho con el brazo. Fue como meter medio cuerpo en mantequilla. Su corazón encajó en mi palma; de sus labios surgió una súplica, antes de caer muerta a mis pies. Como si no se hubiera dado cuenta aún de que ya era demasiado tarde. Lo que se mantuvo firme en mi memoria, fue la expresión triste de sus ojos al darse cuenta de que la traición, al percatarse del fatal error que había cometido al confiar en mí. Eso era lo más cerca que estarían de entender cómo nos habíamos sentido nosotros tras tantísimos años encerrados, por culpa de sus antepasados.

Los otros humanos comenzaron a gritar; quienes estaban armados, dispararon contra mí, pero sus balas se despedazaban en mi cuerpo y los que no tenían nada, sencillamente intentaron escapar, pero ya era tarde. Era muy tarde para todos.

El corazón de aquella humana continuó latiendo en mi mano durante unos instantes más. Lo contemplé, con aversión. Lo presioné entre mis dedos, hasta que no fue más que una masa inerte que tiré al suelo.
Una vez estuvieron todos muertos, los miré con detenimiento. Sus cuerpos estaban esparcidos por todo el campamento. El olor a sangre era muy fuerte, pero lo que llamaba mi atención era que ni siquiera habían podido defenderse. ¿Eran estos los mismos que nos habían desterrado? ¿Nuestro poder había aumentado tanto? En aquel momento, había muchas preguntas, pero todavía no me interesaba conocer su respuesta. En ese momento solo ansiaba su muerte. Miré a mi padre, que se encontraba al otro lado del claro. Le sonreí y él me devolvió una sonrisa grande. Sus manos estaban ensangrentadas. La sangre de aquellas criaturas aún tardaría en evaporarse de nuestra piel.

Durante unos instantes fuimos los únicos seres vivos en aquel claro. La única compañía, ajena a todo lo que ocurría, era la hoguera que crepitaba cada vez con menos fuerza y que dejaba unas grotescas sombras proyectadas en la linde del bosque.

De repente, escuchamos un grito ahogado procedente de allí. ¡Era otro humano! Que corría, huyendo de nosotros. Me lancé en su busca. Era imposible que pudiera esconderse de mí, pues a pesar de haberse cerrado la noche, podía verlo. Se ocultó tras un gran árbol, su respiración era entrecortada y desprendía un fuerte olor dulce. Aminoré el paso, para que no me escuchase llegar y la espera le fuera más angustiosa. Su corazón palpitaba desbocadamente. Ah, le dolía un tobillo, por eso había parado. Y aun habiendo aceptado su muerte, creía que era posible que tuviera algún rayo de esperanza.

Pisé una rama y arañe la superficie de un tronco con las uñas. El humano gritó y volvió a intentar huir. Pero esta vez, sencillamente se arrastraba, mirando hacia atrás, creyendo ver en cada sombra su final; ahora sí se había dado por muerto. Se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Me suplicó piedad cuando salté y aterricé sobre él. Le tomé el rostro con ambas manos. Tan solo era una masa de huesos endebles que lloraba y suplicaba por vivir un día más. Dejó de hablar cuando torcí su cuello y le arranqué la cabeza.

Era tan sencillo acabar con ellos... Un solo golpe bastaba para eliminar a varios. Ni siquiera era necesario que empleáramos nuestro poder para matarlos. Sin embargo, es verdad que cierto grupo encontró algo; algo que les ayudó a ser todavía más fuertes y rápidos. Se autonombraron los Cazadores y no quisieron compartir con ninguno de nosotros su descubrimiento. Cuánto me hubiera gustado saber en aquel entonces qué era lo que significaba eso realmente. Tal vez si en ese momento hubiéramos decidido que no podían acaparar un poder para sí mismos, no hubiésemos acabado así… Tal vez.

Las ciudades de aquel mundo ahogaban la tierra y oscurecían el aire. Poco era el espacio que había libre para la naturaleza; lo habían colapsado casi todo. En uno de esos lugares grises, hallé lo que podría ser el equivalente al descubrimiento de los Cazadores: una sustancia negra que, al entrar en contacto con mi energía, se endurecía. Al principio solo era una mancha oscura en el suelo que, despacio, se deslizaba entre las grietas e iba ascendiendo, hasta tocar mis dedos. La mancha se adaptaba a mí, con perfección, como si formara parte de mí ser; un fragmento que creía perdido hacía muchos años. Todos usamos ese material para protegernos y que no hubiera nada en la tierra que nos frenase. El contraste de nuestra piel brillante con la negrura de la armadura, era similar a la imagen de la luna recortada contra la noche.
Queríamos terminar con esa absurda guerra pronto. Eran tantísimos humanos..., podríamos haber estado así durante décadas. Decidimos emplear nuestro poder, para terminar para siempre con lo que se recordaría como la Gran Guerra.

Durante mucho tiempo, me pregunté cómo habían conseguido desterrarnos pues, ahora, no parecía que ni tan siquiera estuvieran cerca de herirnos, ya no dijéramos vencernos. No sería hasta muchos años más tarde, que conseguiría saciar aquella pregunta… Preguntas que iban difuminando paulatinamente en mi memoria, puede que llevadas por las corrientes de aire que mecían los jirones de ropa de los muertos.
Me detuve un instante sobre uno de los edificios en llamas. Observé los movimientos de los miembros de la comunidad sobre la ciudad; escuché las explosiones y los gritos y también sentí el modo en el que la energía se movía de un miembro a otro. Sonreí con ligereza, cuando una gran explosión inundó mi campo de visión.

Escuché la armadura crujiendo, a modo de aviso. Se movía como una sombra sobre nuestros cuerpos, haciéndolos parecer etéreos.

— ¿Por qué no luchas? —dijo mi padre, acercándose. Flotó hasta posar los pies en el suelo. La capa le revoloteó alrededor, durante varios instantes, hasta quedarse lánguidamente colgada sobre su espalda—. ¿Es que acaso ya te has cansado?

—No, padre —señalé la dirección en la que estaba mirando, para que él también se diera cuenta—. Es solo que me ha distraído el fuego.

Esa respuesta pareció satisfacerle. Asintió y se elevó nuevamente, regresando a la batalla que yo me limitaba a observar. Y no era porque tuviese miedo o porque mi energía estuviese a punto de agotarse; el motivo por el que me mantenía lejos, era la curiosidad. Era tal mi deseo de controlar hasta qué punto nos habíamos fortalecido que, sencillamente creí que la guerra con la subraza ya no era motivo por el cual debiera preocuparme y que mi nuevo objetivo, era saber cuán poderoso éramos cada uno de nosotros.
Veía a los Cazadores, con sus cascos púrpura en forma de toro, sembrando el terror en las mentes de sus víctimas, haciéndoles creer que eran fruto de una pesadilla. Sus lanzas, que eran aún más grandes que ellos, proyectaban haces de luz incandescente contra los humanos, quienes gritaban enloquecidos al sentir el abrazo de las llamas. Realmente admiraba la forma en la que se movían, pese a parecer tan pesados y lentos, tenían la mortífera elegancia de un trueno. Uno de ellos pasó sobre la azotea en la que me encontraba. Ese brillo cárdeno cubrió de sombras el suelo durante varios segundos; y el sonido de su energía al volar, rebota en mi mente incluso ahora. De haber estado menos empeñada en controlar el aumento de energía en ellos, podría haberme percatado de los ojos que me estudiaban a mí.


Encontramos una gran casa que, pese a ser humana, parecía digna de albergar dos grandes guerreros como nosotros. Estaba cerca de un pequeño río y suficientemente lejos de todo lo que queda tras una guerra. Allí podíamos respirar, en medio de una ensoñación en la que creíamos que nunca había ocurrido nada. Eran tan acogedor el lugar, que por supuesto no fuimos los únicos que querían quedarse allí. Mi padre y yo tuvimos que parlamentar con un grupo de Cazadores. El líder de ese escuadrón, era uno de los más poderosos que había captado hasta el momento. Comencé a sentir cierto agrado hacia él, tras notar que se trataba de quien había volado sobre mi cabeza, aquel día de la batalla.

Acordamos los términos entre los dos pequeños grupos. Nosotros tan solo éramos dos, ellos eran once. Había espacio suficiente en aquel sueño para todos. Juntos, la reconstruiríamos y solo mi padre, ese Cazador y yo, seríamos quienes tuvieran acceso ilimitado. No obstante, antes de tal acuerdo, la situación se tornó un tanto difícil...

—No creo que vayamos a necesitarlas, señora —dijo, retirando de su cuerpo la armadura, que se diluyó como un reguero de tinta, hasta el suelo. La lanza y el casco se perdieron entre la tierra y el resto se convirtió en algo fino, que marcaba todos los músculos de su cuerpo. Esa sí era una indumentaria parecida a la que vestíamos los demás—. Mucho mejor —me sonrió, al sentir su cuerpo libre de esa carga.

Nos encontrábamos en un espacio de tierra, alejados de la casa. El cielo era gris, como todos los días de esa guerra, que ya parecía tan lejana. El aire mecía nuestros cabellos rubios, enredaba ramas en los mechones y mezclaba el olor que desprendían nuestras energías. Él se erguía a pocos metros de mí, esperando ver cuál iba a ser mi siguiente movimiento. Oteé el horizonte, esperando que mi padre se aproximara pues, no estaba segura de poder manejar aquella situación, si algo malo sucedía entre ese Cazador y yo. En algún lugar de mi interior, sabía que las relaciones de la comunidad, jamás volverían a ser como antes del encierro.

—Quizás te sientas inseguro así... —solo él se había despojado de su armadura. Y lo único que provocó mi comentario, fue que pusieran las lanzas en ristre. Tal vez aquello se convirtiera pronto en una lucha por ver quién se quedaba con el terreno. No estaba yendo por un camino acertado—. Después de haber pasado tantos días con ella —continué, intentando parecer amigable—, te será difícil no llevarla encima.
Aquello relajó el ambiente de crispación que nos rodeaba. Parecía que el conflicto se podía evitar. A mí no me importaba compartir, con ese grupo, nada de lo que pudiéramos encontrar mi padre y yo; era probable, que a ellos tampoco les importase y con el tiempo pudiesen darnos su secreto.

— ¡No lo creo! —aseguró, categóricamente. Parecía muy alegre. Mi padre apareció, de repente, a nuestro lado, como si siempre hubiera estado ahí—. No os la quitéis, si no lo deseáis —dejó escapar una risotada—. Parece que solamente voy a quitármela yo —añadió, señalando hacia atrás—. No sé cómo van a ser las cosas, de ahora en adelante, pero creo que podemos conseguir que se parezca a lo que tuvimos.

Una ola de nostalgia me recorrió. Y durante unos brevísimos instantes (tan cortos que, puede que ni siquiera ocurriera), olvidé por qué me sentía así.

—Sellemos pues un pacto —retiré la armadura lo suficiente, como para dejar el brazo al descubierto—. Ninguno de nosotros intentará quitarle esta tierra a los demás, ni nada de lo que contenga.

—Ninguno de nosotros.

Los trece extendimos el brazo y dejamos que nuestro compromiso se grabara con tinta invisible en nuestra piel. Era un juramento en el que se involucraba la energía que nos hacía ser quienes éramos.
Supuse que lo mismo estaría ocurriendo a lo largo del mundo: pequeños pactos, entre pequeños grupos. Después de tomar el control de nuestro hogar, ya podíamos volver a la normalidad de una vida tranquila y larga... Muy, muy larga.

Nos acercamos a la gran casa, que tenía dos amplios balcones y dos torres de piedra que flanqueaban las puertas principales; todas las ventanas eran gigantescas y de marcos dorados; sus paredes eran de un suave color naranja, el cual hacía un raro contraste con el cielo gris. Los jardines estaban plagados de flores muertas, lo que pronto dejaría de ser un problema. Estaba exultante de felicidad. Pronto podríamos sencillamente observar cómo el mundo volvía, poco a poco, a ser lo que recordábamos y a hacer lo que fuera que hiciéramos antes de la llegada de los humanos.

Supuse que, mi padre o yo, debíamos dar una muestra de confianza al grupo. Algo no tan significativo como el pacto de energía, sino algo meramente simbólico. Retiré de mi cuerpo la mayor parte de la armadura; dejé al descubierto mis hombros y mis manos y parte de las piernas.

— ¿Por qué un humano construiría algo tan grande? —preguntó uno de los Cazadores, dejando que la lanza y el casco se perdieran también en la tierra.

Por lo visto, mi muestra de confianza, sí había dado resultado.

—Tan grande y tan ornamentado —añadí yo—. Mirad las flores de las puertas —haciendo a la vez de marco y de decoración, unas pequeñas flores oscuras, talladas en la gruesa piedra zigzagueaban hasta perderse en lo más oscuro del umbral—. Tal vez tenían la tecnología necesaria para hacer este tipo de cosas y no para defenderse.

—De cualquier modo... —interrumpió mi padre. Proyectó su poder hacia la puerta, abriéndola—, entremos. Ahora todo esto es nuestro.

Solo avanzamos mi padre, el Cazador y yo; los demás rodearon el perímetro de la casa, para no tener problemas con ningún otro grupo. La casa tenía muchas habitaciones, en las que se agolpaban macetas y platos rotos; todas estaban cerradas con llave, por lo que tuve que abrirlas empleando el poder. Me preguntaba qué había sido de aquellos humanos, pues no se veían signos de pelea en ningún lugar de la casa, sin embargo, todo parecía estar preparado para soportar una batalla: los sillones se agolpaban en las escaleras, para que fuera más difícil acceder al piso de arriba. «O salir de él», pensé. Comencé a observar que algunas de las ventanas estaban cubiertas por trozos de madera impregnada con una sustancia negra, de un olor peculiar. En el suelo había artefactos de metal que parecían poder cortar carne con facilidad. Mi padre activó una de las trampas con la pierna, era una gran vara metálica, de la que salían numerosas protuberancias afiladas, la cual fue a dar de lleno  a la pared más cercana de la puerta, provocando un estruendo que resonó en lo más hondo de la casa y que hizo caer todos los cuadros. Toqué una de las púas con el dedo y me fijé en las fotografías que descansaban rotas en el suelo. Una familia sonriente, dos padres, sujetando a sus dos hijos en brazos. Aparté aquella imagen de mi mente y continué caminando hacia las escaleras, imaginando a uno de esos humanos siendo cercenada por el artefacto.

En aquel momento, no entendí esa necesidad por protegerse de quienes son de tu especie. Lo que no sabía era que pronto lo comprendería mejor de lo que hubiera podido imaginar.

Encontramos muchas armas ocultas. Alguien se había tomado tantas molestias para protegerse; lo que me inquietaba, era no saber si buscaban resguardarse de nosotros o de otros humanos.

Si había alguien escondido, definitivamente ya sabía que estábamos abajo. Subí marcando cada paso con fuerza. Sentí que un olor dulzón y fuerte venía del piso siguiente. Arañé una de las paredes y el olor se hizo más intenso. Levanté la mano hacia donde lo sentía, pero no quería darle una muerte tan fácil al humano que se ocultaba. Apunté lejos, quise que sintiera que su final estaba cerca. Destrocé el techo y salté al interior de la oscuridad. Lancé otro golpe de energía a la última capa de madera que nos separaba del cielo abierto, para que se filtrase la luz y pudiera verme llegar. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde la última vez que sentía el olor de la sangre; ya echaba de menos sentir la carne entre mis dedos y ver cómo la vida se desvanecía en el fondo de sus ojos manchados.


Escuché tablones crujir bajo mis pasos y varios gimoteos que, hoy, después de tantos años, siguen reproduciéndose en mi memoria, como si de una suave cadencia inamovible se tratara. Y en cierta manera, aquel día el tiempo se detuvo y ya nada volvió a ser como antes: las corrientes de aire cambiaron de dirección, girando únicamente entorno a nosotros, en aquella habitación; el día, se convirtió en noche; la luna y las estrellas se hundieron en el mar; y los peces del fondo del océano comenzaron a surcar lo infinito del universo; las gotas de lluvia impactaron contra mi rostro y dejaron marcas grisáceas, que se perdieron en la negrura de mi armadura. Cuando los vi, ah… cuando los vi, supe que no iba a volver a ver una luz más brillante, que la que desprendían aquellos ojos. Dos pares de ojos humanos, que plantaron una grieta en mi alma y en la de todos nosotros.

¡Y hasta aquí el primer capítulo de Caída! Espero que hayáis disfrutado leyéndolo, tanto como lo hice yo escribiéndolo. 


¡No olvidéis dejar vuestra impresión en la entrada del sorteo!




Somos seres de luz, no materia cruda.

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